La pregunta sería: ¿podremos predecir, en función de su capacidad para controlar sus impulsos, cómo se comportará un niño cuando sea adulto? Si le digo a un niño que de los dos caramelos que dejo en su mesita ya puede contar con uno, pero que si es capaz de esperar 15 minutos a que yo vuelva le daré los dos, ¿qué pasa entretanto en su cerebro? ¿surge alguna correlación entre la decisión de no esperar ahora y los suspensos cuando lleguen a la universidad? ¿Los éxitos profesionales de los adultos, por el contrario, se pueden rastrear por la fuerza de voluntad que les permitió cuando tenían cuatro años esperar a que volviera la profesora y ganar así dos caramelos en vez de uno?
Claro, ya lo sabemos. Hay que ser prudentes. Una cosa es relacionar dos fenómenos distintos y otra muy diferente es sacar conclusiones precipitadas sobre los nexos de causalidad entre uno y otro fenómeno. Es perfectamente imaginable que exista una correlación entre la falta de voluntad ahora y una vida desastrosa cuando se alcanza la mayoría de edad. Que exista una correlación, pero no necesariamente un nexo de causalidad. Que lo primero no provoque lo segundo. Eso es lo que les diría un científico precavido y preocupado por lo que dirán los demás de sus hallazgos. Pero a mi edad ya no soy tan precavido como antes y me importa algo menos lo que dirán los demás de lo que estoy descubriendo. Quiero, pues, que mis lectores se enteren de un hallazgo fascinante que ha costado algo así como 40 años comprobar y que está lleno de implicaciones para el futuro de la educación.
El experimento que está en la base de lo que estoy sugiriendo empezó realmente hace 40 años. Se tenía a los niños encerrados con sus dos caramelos en una habitación y se los vigilaba por el hueco de una cerradura de vez en cuando. Hoy, claro está, se los filma permanentemente y hemos podido descubrir así la verdadera agonía que sufren algunos de los niños enfrentados a dominar sus instintos más primarios. Por otra parte, ahora también se intenta observar lo que pasa en su lóbulo mediano central –entre las dos cejas–, con imágenes de resonancia magnética. El experimento ha confirmado intuiciones u observaciones interesantísimas sobre la importancia de la evolución cerebral a esas edades. Por ejemplo, no pretendan que un niño de tres años pueda distinguir entre pasado y futuro pero la dimensión del tiempo se dibuja clarísimamente a partir de los cuatro años.
Dejemos de lado la precaución a la que me refería antes para no confundir coincidencia y causalidad. La verdad es que, en promedio, después de un seguimiento sistemático efectuado durante 20 años es muy difícil negar que los niños de cinco años proclives a dejarse llevar por el impulso de comer el dulce siguen sin saber reprimir sus instintos cuando alcanzan la adolescencia; sus notas académicas son peores que las de aquellos que supieron dominar sus impulsos más primarios; son más infelices y están provocando mayor desasosiego a su alrededor.
Hablando en plata, estamos por fin descubriendo los trucos a que recurren los niños para controlar sus impulsos –distraerse, darse la vuelta ignorando el caramelo tentador, entre otras estratagemas– o, lo que es lo mismo, la prioridad que deberíamos otorgar al aprendizaje emocional. La ciencia está corroborando ahora que la gestión de las emociones básicas y universales debería preceder a la enseñanza de valores y, por supuesto, de contenidos académicos. Les va, a los niños, su vida de adultos.